Vuelven,
siempre vuelven,
bajando la escalera del recuerdo,
y son enjugados por el pañuelo del olvido.
Son apenas dejos de vértigo, a veces,
y otras, punzantes dagas que perforan
el silencio abyecto, la locura incierta.
Se elevan como espectros en los rincones.
Ríen fantasmagóricos en cada pliegue,
en cada curvatura lubricada de la noche.
Tienen multitudes de ojos, ojos grises,
ojos gatunos, ojos de invierno, ojos de otoño.
Multitudes de ojos verdes, celestes,
multitudes de ojos como los cielos…
Y estiran sus miradas sobre mi cuerpo inerme,
y como mantas cubren con celosía
el impudor de mis redondos pechos,
la apertura infinita de mi centro de mujer.
Vuelven, siempre vuelven,
cargando en alforjas manojos de deseos,
brotes de caricias, hongos de miedo.
Cargando culpas pudorosas y lujurias sonrientes,
llevando entre sus manos, apiladas,
las huellas del amor prohibido, del incierto.
Colgando en sus bocas, henchidas,
bajando la escalera del recuerdo,
y son enjugados por el pañuelo del olvido.
Son apenas dejos de vértigo, a veces,
y otras, punzantes dagas que perforan
el silencio abyecto, la locura incierta.
Se elevan como espectros en los rincones.
Ríen fantasmagóricos en cada pliegue,
en cada curvatura lubricada de la noche.
Tienen multitudes de ojos, ojos grises,
ojos gatunos, ojos de invierno, ojos de otoño.
Multitudes de ojos verdes, celestes,
multitudes de ojos como los cielos…
Y estiran sus miradas sobre mi cuerpo inerme,
y como mantas cubren con celosía
el impudor de mis redondos pechos,
la apertura infinita de mi centro de mujer.
Vuelven, siempre vuelven,
cargando en alforjas manojos de deseos,
brotes de caricias, hongos de miedo.
Cargando culpas pudorosas y lujurias sonrientes,
llevando entre sus manos, apiladas,
las huellas del amor prohibido, del incierto.
Colgando en sus bocas, henchidas,
los besos
depravados, los besos santos,
y los hijos inmaculados de los besos:
las comuniones de las almas que trascienden los sexos.
Y siguen volviendo, cuando la oscuridad les da paso,
cuando el silencio los deja hablar,
cuando la desnudez inunda la madurez de mi cuerpo,
cuando los ropajes no son más que disfraces
de un alma que siente y acaricia con harapos de piel,
con prolongaciones de nervios,
con labios rojos, con lenguas imantadas,
impresas en otras lenguas, en otros cuerpos.
Vuelven, ellos siempre vuelven,
para recordarme el fruto de mi carne
y el dolor perpetuo de mis huesos.
Paula Cruz
y los hijos inmaculados de los besos:
las comuniones de las almas que trascienden los sexos.
Y siguen volviendo, cuando la oscuridad les da paso,
cuando el silencio los deja hablar,
cuando la desnudez inunda la madurez de mi cuerpo,
cuando los ropajes no son más que disfraces
de un alma que siente y acaricia con harapos de piel,
con prolongaciones de nervios,
con labios rojos, con lenguas imantadas,
impresas en otras lenguas, en otros cuerpos.
Vuelven, ellos siempre vuelven,
para recordarme el fruto de mi carne
y el dolor perpetuo de mis huesos.
Paula Cruz